Se apaga la última estrella. Cómo daré sin dudar el paso, sin temer a la profundidad. Atrás quedaron las luces de neón con sus engaños, con sus marionetas bamboleándose entre las bocanadas espesas, con los labios desparramados sobre las copas, con sus historias confusas, con el mañana perdido en su propia desolación, con los párpados cansados.
Me pierdo entre la aurora que
deforma las siluetas que se deslizan sobre la cinta gris donde ruedan los
sueños.
Como atalaya que olvidó la noche
estoy frente a él, icono silente. Es gris, tan gris que pesa. Me abro a su
mutismo y retumba en su interior mi silencio. En lo recóndito de su ser resuena
la nada, de rodillas y por un resquicio de su falda me asomo a su abismo y veo
cientos de rostros que acunan en sus ojos lavas grises que les dejó la rutina
al pasar.
Miles de cuerpos que deambulan
harapientos, mendigando calor. Una peregrinación pasa frente a mí, imágenes de
un tiempo deslucido, con sus rostros agrietados, pergaminos amarillentos,
surcos donde las vivencias sembraron sabiduría y hoy a sus frutos los consume el
olvido. Invade todo el espacio una desidia sin final, ni un color, ni una flor.
Por su brazo derecho avanza un
ejército de rostros desencajados, reflejos de una furia contenida A las puertas
del gran santuario de su boca veo una multitud con semblantes de religiosidad,
en cuyos corazones tienen clavado un rayo de amor desfigurado.
Observo los rostros de sus dioses
vacíos de poder, divinidades opacas vestidas de falso cilicio. En las cavernas
de sus pies hay un sin número de cuerpos enlazados en una vehemencia
desenfrenada: rostros pálidos, sepulcros, vasijas que hieden.
Desde el recodo de su ala derecha
asoman miles de rostros jóvenes portando el estandarte del desengaño.
Por el otro costado avanzan unos
pocos, exhibiendo la vanagloria de la vida. En los cóncavos nidos de sus manos
yacen inocentes recién nacidos, ángeles derribados con sus carnes transparentes
a las que sólo las recubre una fina gasa de piedad.
Los rostros se multiplican, bullen;
miro hasta lo soportable y, aterrada cierro los ojos. Al erguirme veo que la
luz ha sumergido el lugar por completo, trae en ella un vuelo de palomas que
regresan de la fuente del milagro y se posan a los pies de la angelical figura
de cera. Su frágil dureza sucumbe ante los rudimentos de la luz.
Renace cada día entre este sin fin
de cruces cotidianas que el orbe carga sin sentido. El día me pinta un arco
iris en la mirada y casi a tientas dejo al pie de la imagen unas migas de pan.
Me alejo…Ella se queda allí,
estática. Una pobre reseña de la fe.
Libro "Paloma roja": poesía narrativa / Beatriz Teresa Bustos; 1a ed. adaptada: ISBN 978-987-778-103-8 -diciembre 2018
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