Antoine Laffont era la tercera generación dueña de las tierras, tenía mirada burlona y atropellaba con sus gestos.
Yo venía de un poblado donde el
hambre del país, a principios de siglo, había hecho estragos en hombres y
animales. Lo abandoné cuando me dieron un puesto como maestra en la estancia
“La Abella”, propiedad de los Laffont.
―¿Cómo te llamas muchacha?
―Riesa Mansur Sr. ―respondí.
―Riesa… ¿Qué significa? ―preguntó,
mientras caminaba a mí alrededor.
―Teresa en árabe ―respondí,
desviando su mirada penetrante sobre mis verdes ojos, herencia de mi abuela
mozárabe.
―¿Años?
―Veinte ―dije casi ahogada.
―Así que ¡maestra!, ¡miren los
aires de la mocita!
―Escucha bien muchacha, te vas a
levantar a las cinco, y cuando mi esposa te lo ordene, le ayudas…Enseñarás a
escribir y leer a la peonada ya entrada la noche… ¡Te queda claro, Riesa!
Sin esperar respuesta, pasó por mi
costado, hizo que su hombro golpeara el mío; levanté mi mano y la cerré sobre
el crucifijo, el temor se fue trepando lentamente por mis piernas hasta
alcanzar mis lágrimas.
Confieso que sentía envidia de la
señora. Extrañas sensaciones mi motivaban a compararla conmigo. Ella caminaba
grácilmente, su voz era dulce, de piel blanca; en cambio, yo tenía el cabello
negro azabache, hasta la cintura, ensortijado y, la piel oscura y firme.
Una madrugada el patrón me
sobresaltó con sus gritos:
―¡Riesa, levántate, cuida a mi
esposa, yo voy a buscar al doctor al pueblo!
Me acerqué a la cama, la señora
estaba con sus últimos resuellos, me tomó del camisón y balbuceó:
―Riesa… las cartas que están en mi
secreter… quémalas…
Luego su mano se desplomó sobre la
sábana de seda blanca, y se quedó mirando un punto incierto en mi rostro. A la
tarde siguiente, la sepultamos.
Dos meses después, cuando yo unía
cuadros a la manta de mi camastro, con una aguja de colchonero, unos gritos
revolucionaron la estancia. Borracho y desaliñado, el patrón venia gritando
mientras arrojaba las cosas que estaban a su paso (a esa hora todos los peones
estaban en sus casuchas).
Entró en mi cuarto y se lanzó como
una furia sobre mí, puso la tenaza de su mano derecha en mi garganta y comenzó
a apretar, metió su mano izquierda bajo mi falda…luche con desesperación,
después, mi mente se volvió silenciosa oscuridad…
Cuando desperté, Juan estaba a mi
lado, como único consuelo me dijo, no es tu culpa mujer...
Desde ese día comenzó a
deteriorarse la salud del patrón, la fiebre lo iba anidando; empezó a comer
menos y se debilitó tanto que ya no se levantaba de la cama. Una noche mandó
por mí…
―¿Dónde escondiste las cartas,
muchacha tonta?
―Señor, yo no las tomé ― respondí.
―¡Dámelas! ¡Dámelas! Gritaba
descontrolado....
Busqué en las pertenencias de la
señora, hasta que las encontré. Al mirar la escritura del primer sobre me
espanté, la señora, había escrito las cartas untando el plumón en su propia
sangre.
De repente, para mi mal, el señor
empezó a chasquear la lengua, se le extravió la mirada, comenzó a dar pequeños
respingos sobre el lecho. Entonces comencé a pedir ayuda y por el miedo, las
cartas cayeron al piso...Nadie contestó a mi llamado.
Días después depositamos su cuerpo
junto al de su esposa. Esa misma noche, sin que nadie sospechara, tomé las
cartas y las oculté entre mis pertenencias.
Sussete Laffont llegó en la
madrugada a tomar posesión de la estancia, pero a los tres meses de su llegada,
decidió abandonar todo y llevarse al niño a Francia; también a Juan lo llevaría
con ella, como jardinero. A los demás nos pagó, lo que según ella creía era lo
merecido y se marchó... La estancia se fue durmiendo en el paisaje.
La culpa fue de Juan que, para
aliviar su conciencia le contó a Sussete lo de aquella noche, él la trajo hasta
mí para quitarme a mi hija recién nacida y nos obligó (bajo amenaza de muerte)
a jurar sobre el libro Santo, como testigos de que la niña (mi hija:
consecuencia de aquella noche), era hija de la señora y que ésta había muerto
en el parto.
―Ni una gota de sangre de los
Laffont andará “por ahí” ―dijo, luego me escupió en la cara y se marchó con
parte de mí entre sus brazos.
Es culpa de Juan que yo, después de
muchos años, esté en la casa del juez de Paz, porque a la muerte de su tía, la
hija menor de don Antoine regresó de Europa y quiere restaurar la estancia,
también, recopilar la historia de los Laffont.
Sé que la única historia que ella
quiere saber es la suya. (Porque “la otra historia”, he jurado no contarla).
―Yo, aquella noche, le clavé a don Antoine Laffont la aguja de colchonero a la altura del abdomen, se la enterré con todas las fuerzas que me daba la desesperación...
La culpa es de Juan ―culpa que
agradezco―, de que yo esté frente a los profundos ojos verdes de Isabelle
Laffont, y no sé por cuánto tiempo más podré resistir, sin abrazarla y llorar…
Libro "Paloma roja": poesía narrativa / Beatriz Teresa Bustos; 1a ed. adaptada: ISBN 978-987-778-103-8 -diciembre 2018
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Te agradecería un comentario sobre lo que has leido